jueves, 6 de septiembre de 2012

¿Alguien me oirá?

Parece mentira que haya pasado tanto tiempo desde aquel día en el que decidí no sufrir más. Tengo algo especial con las frases hechas (y cuando digo especial no quiero decir simpatía), y cuando me dijeron que de los errores se aprende yo me lo creí. Bastante mediocre de mi parte imaginarme más allá de eso que soy, esto que todos somos hoy en día. Ojalá supiera qué somos. No quienes. Qué. A veces dudo de esos que dicen que somos seres humanos, hombres, personas, animales. Esas palabras fueron inventadas por nosotros mismo para describir y encerrar aquello que nos perturbaba, que nos acorralaba en la incertidumbre. Las palabras fueron hechas para eso; para quitarle la sombra, lo oscuro, lo mágico a las cosas. Y así nos quedamos vacíos, callados, ansiosos por descubrir que es eso que nos falta.¡Pero otra vez! No hay palabras que puedan definir lo que uno siente cuando el mundo que lo rodea se deshace a pedazos. Y si las hubiera, tampoco servirían de mucho: las palabras no alcanzan para definir la desolación que nos acecha. Esa desolación que hoy a mi me está matando.
Llueve. Eso podría ser agradable sino fuera porque las gotas que caen allí fuera exacerban esa sensación de falta de libertad que me recorre el cuerpo. Estoy presa de mi casa, de mis padres, de mi familia, de mis amigos, de mi misma. Estoy atada al amor que siento, a los miedos que me rodean y a las caricias que me desarman. No soy libre de decir lo que pienso ni de pensar lo que pienso. No estoy en condiciones de ser quien soy (si es que puedo ser alguien).  Me paso el día imaginando otra vida, otro mundo que no es éste, otro cuerpo que no es el mío. Los minutos no están hechos de segundos sino de lágrimas que no se animaron a salir y se quedaron atascadas en las profundidades de este no ser. Por suerte, algún vestigio de esa luz transformadora me permite evaporar las lágrimas y volverlas realidad. Una realidad tangible, exacta, perfecta. Esencialmente mía. Pero la verdad de las realidades no se mide en esos términos y me tengo que conformar con mirar a través de ese caleidoscopio que hace tiempo dejó de girar.
Quizás esté exagerando un poco, puede ser. Tal vez esta manía de mirar todo al revés sea una forma de evitarme, de pensarme, de sentirme bien. ¿Tendré miedo a ser feliz? Creo que ya me lo he preguntado varias veces (debe ser un poco desgastante volver sobre lo mismo) Pero es que no encuentro solución... y eso me impide seguir adelante. Es que nunca aprendí a volar tan alto.