martes, 21 de julio de 2015

Ella sabía que no todo lo que relucía era oro. Sin embargo, lustraba ese metal una y otra vez intentando que las cosas cambiaran, buscando que el brillo apareciera. Sabía que estaba esperando algo que jamás iba a suceder. Sólo esperaba porque no podía creer que ese amor tan sentido y real que le  recorría cada centímetro del cuerpo y del alma, no fuera compartido, no alcanzara para derribar los muros de la diferencia que a cada momento la alejaban más y más de él. No podía (o no quería) comprender, aunque lo intentara, por qué las cosas no estaban saliendo como ella quería, aún cuando las palabras que salían de la boca de él aparentaban andar construyendo los mismos senderos. 
Ella sabía que él la quería, que incluso había llegado a amarla. Pero eso no impedía que su orgullo y su indiferencia hicieran estragos en su relación. Él sabía que los besos que se repartían entre las sábanas eran placebos para curar por momentos las discordias que constantemente inundaban la habitación que compartían. Ella sabía además, que él sabía que esos besos la desarmaban y que lo aprovechaba a favor de su egoísta y orgullosa soledad. Él sabía que ella intentaba ocultarlo y le seguía el juego. 
Ella lo miraba a los ojos buscando eso oculto que le diera una certeza, o al menos una pista de lo que estaba sucediendo en ese pobre y triste corazón. Pero no la encontraba y el brillo de los ojos de su compañero la encandilaba y la obligaba a perderse entre los universos de besos y licores que él tanto animaba y que le arremolinaban las hormonas y las ganas de seguir construyendo.  
Y así, continuaban en un mientras tanto eterno, que en un abrir y cerrar de ojos, algún día, iba a desaparecer.