lunes, 13 de noviembre de 2017

Me duele el mundo.

Me duele la vida
todos los días
cuando la justicia calla, cómplice
y el arma al servicio del poder
le arranca para siempre la sonrisa a un pibe
y así nos siguen matando la infancia
por la espalda, cobardemente.

Me hierve la sangre y asquea
el patriacardo impune
que nos golpea y tortura
que nos mutila, desgarra y aprisiona
que nos oprime, 
viola y mata.

Siento una puñalada en el pecho
cuando el cuchillo que estaba destinado a matar
a la piba del barrio
solo alcanzó a arrancarle la carne
y tengo que agradecer por eso.

Me invade la bronca y la angustia
cuando escucho hablar de méritos.
Que pisen el barro y el barrio
que salgan a cartonear
que pasen frío
y no puedan comer en días,
a ver si se la bancan sin sus privilegios.

Me revuelve el estómago
el hambre del pueblo,
esa violencia legítima,
ese asesino silencioso,
que hace tambalear nuestras fuerzas
cuando un niño te dice que un día especial
es un día en que se come.

Me desespera el silencio
funcional y consecuente
de los medios de desinformación
del vecino de la vuelta
de la amiga convencida
del hermano arrepentido.

Me duele el mundo
en todo el cuerpo,
todo el tiempo
desde hace mucho
y no puedo evitar
que el corazón se me estruje, angustiado
y el alma se me astille, desesperanzada.

Pero entonces pienso:
-aun nos quedan las ganas-
y el alma me vuelve al cuerpo,
-aun nos quedan los sueños-
y el corazón se reanima.

Y entonces digo:
-no queda otra-

Habrá que, como dijo un poeta,
más que siempre,
defender la alegría como una trinchera
de los miserables
de los meritócratas
del payaso subsidiado
de la política de arriba
de las noticias-ficciones
del hambre
de los misóginos
de los burócratas que siempre tranzan
de la falsa alegría
de los globos amarillos.

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