miércoles, 1 de febrero de 2012

No subestimes a un adolescente.

Esa mañana se despertó sobresaltado. La tenue luz del sol entraba por el gran ventanal que daba al parque de atrás y alumbraba cálidamente toda la habitación. Intentó dormir un rato más pero todo esfuerzo por volver al mundo de los sueños resultó ser en vano; al parecer su organismo ya había descansado lo suficiente. Se quedó en la cama hasta que su estómago empezó a rugir. No tenía ganas de despertarse, hubiera preferido dormir todo el resto de la eternidad. Pero pasaron algunas horas y muy lentamente -como si las agujas del reloj giraran en cámara lenta- se levantó, lavó su cara y fue hasta la cocina donde se encontraba desayunando el resto de su familia. No se molestó en saludar, ellos no notaron la diferencia. Últimamente nadie se percataba de su existencia. Tenía la sensación de que el mundo se había acostumbrado al hecho de que él no formara parte de la realidad. Y aunque se había hecho un experto en el arte de disimular, el peso de la indiferencia ya había hecho estragos en su alma. Se sirvió el desayuno y se sentó en la pequeña mesa de madera antigua junto a su padre. Éste levantó la vista hacia su hijo sin decir una palabra, lo miró fijamente durante unos escasos segundos y luego desvió la mirada al gran televisor a color que mostraba un atraco o quizás hasta algún asesinato ocurrido en una ciudad desconocida. Rápidamente terminó su plato de cereal y se dispuso a mirar por la ventana. Era un típico día de primavera. El sol hacía brillar cada hoja del gran peral que su abuelo había plantado en ese mismo patio muchísimos años atrás. Sintió una angustiante nostalgia por sus años de infancia. Extrañaba sus tardes recostado bajo aquel árbol, disfrutando junto a toda su querida familia, los días soleados y los no tanto. Más recordaba esos momentos, mas odio surgía en su interior.
Pese a su corta vida, hacía años que no se sentía feliz. Podía afirmarlo porque en algún momento lo había sido y deseaba desesperadamente volver a sentirse así. La etapa de la vida que le tocaba vivir no ayudaba a calmar su desengaño. Era un adolescente más, tan común y corriente como todos los demás. Sufría del desagradable acné juvenil que no dejaba entrever sus hermosas facciones. Y en su interior, las emociones y sentimientos aparecían y desaparecían como las sombras en una noche de tormenta. Estaba seguro de que por alguna extraña razón que jamás llegaría a entender, su corazón latía cada vez con menos fuerza a medida que pasaban los días. Su cabeza era un remolino de pensamientos, tan confusos y complicados que nunca podía terminar de entenderlos. Y por lo tanto, tampoco podía entenderse a él mismo ni a todo lo que lo rodeaba. Tal vez era eso lo que lo agobiaba tanto; el hecho de no saber quién era, quien había sido o quien quería ser le carcomía las entrañas. “Son cosas de la edad” le habían dicho todos y cada uno de sus familiares y amigos. Son cosas de la edad, se repetía él en voz baja deseando que así fuera.
No existía signo alguno que ameritara que ese día fuera recordado en el porvenir de los años. Era un día como tantos otros. Un día que no demostraba lo que el destino o dios tenía preparado. No había nada que le diera al vertiginoso mundo exterior una pista de lo que estaba a punto de suceder. Y como era un día normal, él salió a pasear por el bosque, como todos los días comunes que le habían antecedido. Caminó por la senda que recorría desde que tenía memoria. En ella había aprendido a caminar y a andar en bicicleta. Había conocido el dolor y la alegría; el orgullo y la decepción; el amor y el odio. Pero esta vez era distinto. Esa senda, ese día, tenía otro significado. Era el camino que finalizaba en la felicidad eterna. Por fin, todo comenzaría otra vez. Anduvo despacio. No tenía prisa por llegar a destino y mucho menos por volver. No existía el tiempo para él. Pronto no existiría nada más.
Llegó al lugar indicado. Aquel lago que lo había refrescado tantas veces durante toda su vida pasada. En ese entonces el agua era fresca y cristalina: pasados algunos años esos calificativos ya no concordaban con las cualidades del líquido que había tomado un color verdoso y una consistencia desagradable. Se sentó en la orilla y se quedó observando durante un largo rato el paisaje que lo rodeaba. Aunque no era nada espectacular, él lo veía hermoso. Los árboles, el césped, las plantas, toda la gama de verdes que se reflejaba en el imponente cielo celeste. Siempre había tenido la facultad de ver las cosas de otra manera, rescatando cada detalle y transformándolo en una simple pero hermosa obra de arte. Pero eso no alcanzaba. Al menos a él no le alcanzaba. Se quitó las zapatillas y las dejó a un lado. Se lanzó al agua y disfrutó de la refrescante sensación del líquido recorriendo cada centímetro de su cuerpo. Nadó un largo rato. Cerró los ojos y flotó en la la leve corriente del lago. Y luego, para acabar con su miserable existencia, se hundió en las profundidades de la laguna.
El mundo se detuvo un instante, y en esa milésima de segundo la vida y la muerte se encontraron en la frontera que divide el mundo de los vivos con el de los que no respiran. Y en ese instante, vio pasar frente a sí, todas las imágenes de su vida como una película proyectada. Tuvo el impulso de luchar contra la inmensa oscuridad que lo aplastaba pero ya era tarde. Sus músculos se contrajeron y se relajaron por última vez. Su corazón dio el último latido. La mente se desconectó del cuerpo y dejó de funcionar. Su pesado cadáver descendió hasta el fondo de la laguna y encontró allí el lecho para su descanso eterno.
Son cosas de la edad, decían.

No hay comentarios:

Publicar un comentario